A los 14 años, Marcos sufrió lesiones permanentes mientras trabajaba en el turno nocturno de limpieza en un matadero de Perdue, en una zona rural de Virginia Es uno de los miles de niños migrantes que viven lejos de sus padres y realizan trabajos peligrosos. En pueblos como el de Marcos, esta situación es un
A los 14 años, Marcos sufrió lesiones permanentes mientras trabajaba en el turno nocturno de limpieza en un matadero de Perdue, en una zona rural de Virginia
Es uno de los miles de niños migrantes que viven lejos de sus padres y realizan trabajos peligrosos.
En pueblos como el de Marcos, esta situación es un secreto a voces con el que todos conviven.
Ya era tarde en la noche de un jueves de febrero de 2022 y, Marcos Cux, que acababa de cumplir 14 años, se abrigó con un overol verde engomado y una chaqueta del mismo tono que era muy grande para sus delgados hombros. Llevaba un par de botas de goma con punta de acero y dos capas de guantes, porque incluso un pequeño desgarro podía provocar una quemadura química. Mientras las demás personas de la casa dormían, una prima lo llevó a su turno de limpieza en el matadero de pollos, un complejo industrial de unos 800 metros de largo en un tramo de carretera en la Virginia rural, situado detrás de setos y una alta valla metálica.
La planta, administrada por Perdue Farms, procesa 1,5 millones de pollos a la semana. Cada mañana, antes del amanecer, los camiones transportan a las aves en jaulas de acero donde están tan juntas que no pueden moverse. Las gaviotas revolotean por encima, atraídas por las sobras de los contenedores. Los trabajadores cuelgan a las aves boca abajo en un matadero oscuro. Ráfagas de electricidad las aturden y la cinta transportadora pasa por sus cuellos junto a las cuchillas afiladas. Luego pasan por la sala de desplumado, donde las sumergen en agua caliente espumosa, y luego las llevan a otras máquinas que eliminan patas, cabezas y vísceras. Por último, hileras de trabajadores cortan lo que queda en las partes que serán empaquetadas.
Cuando Marcos y el resto del equipo de limpieza llegaron allí, pasada la medianoche, la planta desprendía un olor pútrido que los trabajadores a veces sentían que podían sentir en la boca. Chapoteaban entre el agua, la grasa y la sangre, que se escurría por un canal que serpentea alrededor de la planta bajo unas rejillas. Marcos recogió los trozos de pollo que dejaron los empleados de los turnos de día, trabajando deprisa porque toda la instalación tenía que estar desinfectada a las 5 a. m. Quitó las tapas del canal y empezó a utilizar una manguera a presión para rociar las máquinas con agua a una temperatura de 54 grados.
Oriundo de un pueblo de Guatemala, había llegado varios meses antes a esta pequeña ciudad de la costa este de Virginia. Antes de marcharse, su familia pasaba apuros para poder pagar la electricidad y se saltaba comidas tras la pandemia. No podían comprar la leche de fórmula para su hermana pequeña. Sus padres estaban cada vez más desesperados y sabían que, mientras que a los adultos que llegan a la frontera estadounidense se les suele devolver, a los menores que viajan solos se les permite entrar a Estados Unidos.
Esta política se remonta a una ley de 2008 destinada a proteger a los niños que, de otro modo, podrían sufrir daños en las ciudades fronterizas mexicanas. En los 15 años transcurridos desde entonces, la excepción se ha hecho ampliamente conocida en Centroamérica, donde influye en los planes de las familias desamparadas. Los padres de Marcos decidieron que iría al norte para buscar una forma de ganar dinero. Se endeudaron dando sus tierras como garantía para pagarle a un coyote —técnicamente un traficante de personas pero, en este caso, algo parecido a un agente de viajes— con el fin de que lo ayudara a llegar a Estados Unidos sin ser secuestrado ni herido. Llegó a la casa de una prima adulta en Parksley, un pueblo de 800 habitantes rodeado por la planta de Perdue y otra extensa instalación de explotación avícola de Tyson Foods.
Su prima, Antonia de Calmo, vivía con su esposo y sus cuatro hijos, hacinados en un parque de casas rodantes llamado Dreamland, pero accedió a acoger a Marcos después de que la madre de él la llamó llorando y le dijo que no tenían otra opción. La ley federal prohíbe que los menores trabajen en la limpieza de mataderos por el riesgo de lesiones. Pero con la ayuda de un compañero de la escuela que ya trabajaba en la planta, Marcos compró documentos falsos que decían que era un hombre de 20 años con otro nombre. Cuando fue contratado, los chicos constituían hasta un tercio del personal de limpieza nocturna de la planta de Perdue, según me contaron los trabajadores. El trabajo era más duro de lo que Marcos esperaba, pero también ganaba más de lo que podía imaginar: unos 100 dólares por cada turno de seis horas, más de lo que podía producir en un mes en su país.
Cuando terminó de limpiar las máquinas con la manguera, empezó a fregar la sangre y la grasa de las piezas de acero con productos químicos que, si entran en contacto con la piel, generan ronchas que pueden tardar meses en curarse. Poco después de las 2:30 a. m., le pareció ver un trozo de guante de goma roto en la cinta transportadora de la zona de deshuesado y se acercó para agarrarlo. De repente, la máquina se puso en marcha. Al otro lado de la fábrica, una trabajadora no había visto que Marcos estaba agachado y tenía el brazo izquierdo metido en el interior de la cadena de montaje y la encendió.
La cinta atrapó la manga de la chaqueta holgada de Marcos y lo arrastró por el suelo. Unos dientes de plástico duros le rasgaron los músculos y le desgarraron el antebrazo hasta el hueso. Para cuando alguien oyó sus gritos y cortó la corriente, su brazo estaba inerte, con un profundo corte triangular a lo largo. Una cuerda de tendones blancos le colgaba desde el codo hasta la muñeca, horrorizando a los trabajadores que se reunían a su alrededor. Comprendió por sus caras que algo estaba muy mal, pero no sintió ningún dolor mientras la herida empezaba a manar sangre y él empezaba a perder el conocimiento.
Una supervisora llamó al 911 para reportar la lesión. “No sabemos qué hacer”, dijo ella, levantando la voz. “Se está desangrando”. El operador le hizo una lista de preguntas sobre su estado. “¿Y qué edad tiene esa persona?”, preguntó el operador.
La supervisora no respondió.
“¿Aunque tuviera que adivinarlo?”, preguntó.
Seguía sin responder.
“Como, ¿20 años? ¿30?”, preguntó.
“Um”, respondió con voz temblorosa la supervisora.
Pasó otro momento y luego se cortó la llamada.
Cuando llegaron los paramédicos, un operador informó de una “hemorragia masiva”, y Marcos fue trasladado en avión a una unidad de traumatología de Baltimore para ser operado de emergencia. Permaneció en el hospital durante dos semanas mientras el personal médico se preguntaba por qué los papeles de este joven de largas pestañas y cara redonda de bebé decían que era un hombre adulto llamado Francisco.
Al día siguiente, los trabajadores de Dreamland empezaron a hablar de un chico al que casi habían arrancado un brazo en la planta. Pronto se corrió la voz por toda la ciudad. Durante años, hubo razones para que supervisores, profesores, inspectores federales e incluso policías no dijeran nada sobre los niños que trabajaban en los mataderos. Todo el mundo comprendía que estaban sometidos a una presión extraordinaria con el fin de ganar el dinero necesario para pagar sus deudas de viaje y ayudar a sus familias en casa. Vivían en una remota franja de la península con pocas opciones laborales: si las plantas cerraban por un escándalo laboral, la economía local podía hundirse. Ahora, con un alumno de octavo grado en el hospital, muchos se preguntaban si se habían equivocado al callarse.
Durante la mayor parte del siglo pasado, Parksley fue una comunidad agrícola casi exclusivamente de población blanca, con una mano de obra inmigrante que entraba y salía siguiendo el ritmo de las cosechas de tomate y maíz. La situación empezó a cambiar cuando se abrieron las dos plantas en la década de 1970, justo en un momento en que los consumidores estadounidenses empezaban a tener apetito por el pollo deshuesado, sin piel y del tamaño de nuggets. Al aumentar los pasos de procesamiento se requerían más trabajadores, y esas empresas, que ahora producen una de cada tres libras de pollo que se consumen en Estados Unidos, se convirtieron en los mayores empleadores de la zona.
Era un trabajo peligroso y agotador, y cada año renunciaba la mitad de los empleados de la planta. Los directivos encontraron una solución a la rotación crónica recurriendo a los trabajadores inmigrantes de temporada, que ahora se instalaban en Parksley y otros pueblos cercanos del condado de Accomack y laboraban todo el año en las plantas.
En los últimos años, la pobreza empeoró en Centroamérica y la mano de obra volvió a cambiar. Más de 300.000 niños migrantes han entrado solos en Estados Unidos desde 2021, lo que constituye la mayor afluencia de este tipo que se recuerda. La mayoría ha terminado trabajando a tiempo completo, impulsando un resurgimiento del trabajo infantil que no se había visto en un siglo, con chicos que viven lejos de sus padres y trabajan de manera ilegal en los 50 estados. En los mataderos, ya no son solo adultos hispanohablantes los que buscan trabajo, sino también adolescentes, la mayoría de Guatemala, uno de los países más pobres de la región.
La pandemia fue especialmente devastadora en las sierras agrícolas, donde la familia de Marcos criaba animales en una pequeña parcela. Los trabajos ocasionales que los mantenían a flote desaparecieron durante los confinamientos, los precios de los alimentos se dispararon y su padre cayó enfermo. Cuando sus padres le dijeron que iría a Estados Unidos para trabajar, al principio se entusiasmó: se imaginaba una tierra de rascacielos y centros comerciales.
Tras cruzar la frontera, Marcos pasó unas semanas en un albergue gestionado por el Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS, por su sigla en inglés). Este organismo se encarga de entregar a los niños inmigrantes a adultos con el fin de que los protejan de la explotación, mientras sus casos avanzan en el sistema migratorio, un proceso que dura años. En los primeros días del gobierno de Joe Biden, el número de menores que cruzaban la frontera era tan elevado que los albergues se llenaban y, en ocasiones, los niños eran retenidos en instalaciones similares a cárceles que son gestionadas por la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza. El HHS instó a los trabajadores de los albergues a enviar a los niños con sus patrocinadores con mayor rapidez.
Los chicos suelen llegar a Estados Unidos con alguna idea de quién podría acogerlos: uno de sus padres o hermanos o, casi la mitad de las veces, un pariente más lejano o un amigo de la familia. Aunque los padres y hermanos suelen mantener a los jóvenes que llegan al país y viven con ellos, es más probable que otros adultos los acojan solo con la condición de que trabajen y paguen el alquiler. De las decenas de chicos que han sido entregados a patrocinadores en Parksley y sus alrededores durante los últimos tres años, más del 90 por ciento han sido asignados con adultos que no son sus padres.
Marcos le dio al personal del albergue el número de teléfono de Antonia, y la agencia se puso en contacto con ella y le envió una lista de requisitos para los patrocinadores. El primero era proporcionarle a Marcos comida y alojamiento. Otro era enviarlo a la escuela. Y, casi al final de la lista, se comprometía a que el niño no trabajara. Antonia aceptó todo, pero no tenía la intención de impedir que Marcos trabajara. Sabía que había venido para eso. Ella, su esposo, su hija mayor y la mayoría de la gente que conocía trabajaban en las fábricas de pollos, y parecía probable que él también iba a encontrar trabajo allí.
Marcos y Antonia dijeron que los funcionarios del HHS nunca vinieron a ver cómo estaba después de que llegó a Virginia. Pero decidieron matricularlo en la escuela de todos modos, por si acaso. En una de las muchas conversaciones que tuvimos durante el último año, Marcos me dijo que tenía que ir a la escuela aunque solo había venido para ayudar a su familia.
Marcos empezó a cursar octavo en el distrito escolar de Accomack, donde más de 1000 de los aproximadamente 4700 alumnos del condado aprendían a hablar inglés. Marcos le pidió a Antonia que le prestara 800 dólares para comprar papeles falsos a un hombre en un remolque cercano, y a los 13 años fue contratado en el turno de limpieza nocturno. Todas las mañanas, Antonia lo recogía en la planta a las 6:30, y 20 minutos después, estaba esperando el autobús escolar frente a Dreamland.
Aunque los adolescentes trabajan legalmente en todo Estados Unidos, el trabajo de Marcos estaba estrictamente prohibido. La ley federal prohíbe a los jóvenes de 14 y 15 años trabajar de noche o más de tres horas durante los días de clases. A los adolescentes mayores se les permite trabajar más horas, pero a todos los menores se les prohíben las ocupaciones más peligrosas como cavar zanjas, reparar tejados y limpiar mataderos.
Pero a medida que más menores llegan a Estados Unidos para ayudar a sus familias, más terminan en estas plantas. A lo largo y ancho de los pueblos industriales del “cinturón de pollos de engorde”, que se extiende desde Delaware hasta el este de Texas, muchos han sufrido consecuencias brutales. En julio, un estudiante guatemalteco de octavo grado murió durante el turno de limpieza de una planta de Mar-Jac en Misisipi; una investigación federal había descubierto unos años antes que niños inmigrantes trabajaban ilegalmente en la empresa. Un joven de 14 años fue hospitalizado en Alabama por recarga de trabajo en una empresa de pollos. A un joven de 17 años de Ohio le arrancaron una pierna a la altura de la rodilla mientras limpiaba una planta de Case Farms. Otro adolescente perdió una mano en una picadora de carne en una planta de Míchigan.
En Accomack, el personal de limpieza solía trabajar directamente para los mataderos. Pero hace años, las plantas empezaron a delegar este trabajo en empresas externas de saneamiento, que pagan menos y permiten que las marcas evadan la responsabilidad por los problemas. El mayor contratista de este tipo en Estados Unidos, Packers Sanitation Services Inc., dijo en su sitio web que puede “eliminar la responsabilidad y el riesgo del historial de su instalación”. El gobierno de Biden ha prometido empezar a multar a las marcas que infrinjan las leyes sobre trabajo infantil, pero hasta ahora solo ha impuesto sanciones a los subcontratistas.
Un estudio de 2022 dirigido por un investigador de la Universidad Estatal de Washington concluyó que muchos trabajadores adultos estarían dispuestos a aceptar trabajos de empaquetado de carne si les pagaran un poco mejor, unos 2,85 dólares más por hora. Pero en Parksley, las únicas personas que ansiaban entrar a ese trabajo nocturno y mal pagado eran mujeres inmigrantes que querían estar disponibles para sus hijos cuando volvieran de la escuela. Cuando empezaron a llegar chicos como Marcos, alejados de sus padres y bajo la presión de ganar dinero, parecía haber una coincidencia perfecta entre las necesidades de las plantas y las de los recién llegados.
Miguel Cobo, encargado auxiliar del turno de limpieza en Perdue reconoció que los niños tienen que trabajar. Y las plantas necesitan gente que limpie. Según Cobo, si este tipo de empresas se fijara demasiado en quien trabaja, ninguna podría seguir adelante. Cobo y los demás supervisores habían acordado que los niños salieran antes para que pudieran llegar a clase. Para ellos, era como un círculo: se ayudaban unos a otros.
Marcos se despertó solo en una habitación de hospital, entre una maraña de tubos intravenosos y pitidos de máquinas. Sabía que los chicos no debían trabajar en la planta, y ahora entendía por qué. Pero le preocupaba lo que harían sus padres si no se recuperaba: aún debían más de 6000 dólares por su viaje al norte. Pensó que tenía que recuperarse y convencer a los jefes para que lo volvieran a contratar.
Los médicos lograron salvar el brazo de Marcos y, con dos operaciones más y seis meses de fisioterapia, empezó a poder moverlo de nuevo. Pero los injertos de piel de su muslo le daban a su antebrazo un aspecto desigual y como de retazos, y sus dedos seguían congelados como una garra. Fayette Industrial, la empresa de limpieza de Tennessee que Perdue había contratado, se hizo cargo de sus facturas médicas.
En una tarde de septiembre del año pasado, pocas semanas después de su tercera operación, estaba en el porche de su casa con Antonia y contemplaba Dreamland, preguntándose cómo habían podido salir tan mal las cosas. Marcos dijo que no era para nada como había pensado que sería.
Construido en la década de 1970, el parque de casas rodantes ahora es totalmente hispanohablante y se ha convertido en el barrio de los trabajadores del matadero. Las chaquetas verdes que utilizan los equipos de limpieza cuelgan de porches y tendederos, y los residentes dejan cascos con logotipos de la empresa de saneamiento en la puerta de sus casas. Las plantas del condado de Accomack no solo son los principales empleadores de la zona, sino que también apoyan a la comunidad. Los niños van a la escuela con mochilas donadas por Perdue y estudian en centros de matemáticas y ciencias financiados por la empresa. Tyson dona miles de kilos de pollo y productos secos a los socorristas y a los bancos de alimentos de los que dependen las familias porque casi uno de cada tres niños de la comunidad vive en la pobreza. Perdue compra camiones para los bomberos voluntarios y dona cientos de pollos enteros para sus parrilladas al aire libre organizadas para recaudar fondos. Cuando Parksley tuvo su primera biblioteca este verano, la Sala Infantil Perdue fue su espacio central.
Casi todas las familias de Dreamland son originarias de México o Centroamérica, pero el parque ofrece dos tipos de infancia. Algunos jóvenes llegan deprisa del colegio, cenan deprisa y se acuestan lo antes posible para poder levantarse a trabajar. Otros, en su mayoría los chicos que viven con sus padres, pasan las horas después de la escuela paseando afuera de sus remolques, jugando en columpios de cuerda o tumbados en sofás que arrastran hasta el césped. Varios tienen trabajos de medio tiempo cortando hierba o cuidando niños. Pero si trabajan, no es para pagar deudas o el alquiler. Sus padres se encargan de eso y los reprenden para que terminen los deberes y no acaben en Tyson o Perdue.
Siete meses después de su accidente, Marcos se había convertido en una rareza en la comunidad: un chico de 14 años que vive lejos de sus padres pero sin trabajar. Dijo que la empresa de saneamiento no lo volvería a contratar por lo del accidente. Todavía no podía levantar bien el brazo, y a menudo le colgaba flácido. Hacía más de 31 grados, pero usaba atuendos de manga larga para ocultar las cicatrices.
Tras su lesión, Marcos no pudo asistir a sus clases de octavo grado durante un mes. Los alumnos que habían estado en el turno les contaron a sus profesores lo sucedido, pero cuando la escuela llamó a Antonia, esta dijo que Marcos se había caído en casa. Luego me contó que decir algo más la ponía nerviosa, por la edad del chico. Se negó a mostrar a los administradores escolares el historial médico de Marcos. En los documentos aparecía su nombre falso, el nombre que los residentes de Dreamland que usan papeles falsos porque son menores de edad o indocumentados suelen calificar como su “nombre artístico”.
Marcos pensó en volver a casa. Había venido solo porque estaban desesperados por su situación. Pero si volvía, no habría forma de pagar la deuda de su familia y perderían sus tierras. Así que regresó a la escuela. Empezó a prestar más atención en las clases y a estudiar inglés por las noches. Muchos jóvenes de Dreamland abandonan la escuela al llegar a la secundaria, pero para su propia sorpresa, Marcos ahora estaba en sus primeras semanas de noveno grado.
Se sentía culpable, pero Antonia comprendía sus dificultades: el chico quería ayudar a su madre y a su padre, pero ahora no podía trabajar en nada. Y, explicó Antonia: una vez en Estados Unidos no se puede volver, por causa de la deuda.
Mientras Marcos y Antonia hablaban, miraron hacia el remolque pulcramente pintado donde vivía Cobo, el encargado auxiliar en Perdue. Dos noches antes, él estaba de servicio cuando a una joven se le atascó una pierna en una transpaleta y tuvieron que trasladarla en ambulancia. También estaba trabajando durante la noche del accidente de Marcos y tomó una foto de su brazo destrozado para enseñársela a los demás turnos a modo de advertencia. Ahora sentía lástima al ver a Marcos. Había patrocinado a un pariente joven que trabajaba de noche en la fábrica mientras estudiaba, y comprendía la presión a la que estaban sometidos esos chicos. No había dicho nada de la edad de Marcos a los jefes porque no quería causar problemas a los demás trabajadores jóvenes.
Tras la lesión de Marcos, el cura de la iglesia católica cercana a Dreamland anunció una colecta para él durante la misa. Sabía que muchos jóvenes de la congregación trabajaban durante las noches, pero no consideraba que su papel fuera más allá de esa ayuda. Un agente de policía que entrenaba al equipo de sóftbol de la escuela comentó el accidente con una maestra, pero no se involucró; no parecía un asunto policial.
A menos que alguien lo reportara, era poco probable que el Departamento de Trabajo, ente encargado del cumplimiento de las leyes federales sobre trabajo infantil, investigara lo ocurrido. El departamento cuenta con 750 investigadores que supervisan las normas laborales justas en 11 millones de lugares de trabajo, incluidos 3000 mataderos. Incluso cuando los inspectores detectan infracciones, la sanción máxima por niño es de 15.000 dólares, y normalmente solo multan a las empresas subcontratadas, no a las marcas. Los legisladores han estado presionando para aumentar la multa máxima, pero el Congreso no ha actuado porque cada partido redacta sus propios proyectos de ley y se niega a votar la legislación presentada por el otro bando. (Perdue y Tyson dijeron en comunicados que no toleran el trabajo infantil y que están tomando medidas para eliminar las violaciones en las plantas de todo el país. Un portavoz de Fayette dijo que la empresa desconocía la existencia de menores en su plantilla y que no supo de la verdadera edad de Marcos hasta que se lesionó. La compañía declaró que está tomando medidas de protección contra las infracciones en materia de trabajo infantil).
Como Marcos había sido hospitalizado, Fayette, el proveedor de servicios de saneamiento de Perdue, estaba obligado a notificar el accidente a la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional. Los funcionarios federales transmitieron esa información a la oficina estatal de Virginia para que investigara. Se asignó a un responsable de cumplimiento que anunciaba en su perfil de LinkedIn que empezó a trabajar a los 14 años, primero lavando platos en un bar y luego en la construcción. El funcionario optó por dejar que la empresa hiciera una autoinspección. Pocos días después, el director de seguridad de Fayette le entregó la mayor parte de la información que le había pedido. Faltaba un detalle: la edad del trabajador accidentado. El director indicó que el accidente había sido causado por una “mala capacitación”. Menos de dos semanas después de la lesión de Marcos, el responsable de cumplimiento cerró el caso sin ninguna citación y sin visitar Dreamland ni la planta.
En Perdue, después de que Marcos resultó herido, los trabajadores del turno de noche temían que los jefes empezaran a despedir a los menores y a otras personas que utilizaran nombres falsos. Pero la planta siguió funcionando más o menos como hasta entonces, aunque los supervisores dejaron de permitir que los alumnos salieran antes para tomar el autobús escolar, porque parecía una admisión tácita de que el turno estaba lleno de menores.
La empresa de limpieza siempre estaba contratando, y los nuevos trabajadores pasaban varias noches de instrucción. Como parte del protocolo de seguridad de la planta, a cada nuevo empleado se le entregaba un candado para la máquina que iba a limpiar, con el fin de asegurarse que no pudiera encenderse. Tras el accidente de Marcos, los capacitadores empezaron a traer a un trabajador para que explicara la importancia de este paso. El hombre advirtió a los nuevos contratados que se había fijado en un chico que a veces no usaba el candado, y una noche ese joven estuvo a punto de perder el brazo. Dijo al grupo que lamentaba haberse quedado callado; no por la corta edad de Marcos, sino por el hecho de que, al parecer, había entendido mal el sistema del candado.
Emilio Ortiz, de 14 años, pasó por esta orientación y se preguntó qué habría sido del chico que salió herido. Emilio había llegado recientemente a Virginia desde Chiapas, México, para unirse a sus dos hermanos mayores, que ya tenían un año de experiencia en el turno de noche. Los hermanos fueron entregados a una tía por el sistema de albergues del Departamento de Salud y Servicios Humanos en 2021, cuando tenían 15 y 16 años. En pocos meses, habían ganado suficiente dinero para comprar su propio remolque. Ahora, con Emilio trabajando también, enviaban dinero a sus padres.
Emilio no iba a la escuela. Trabajaba hasta las 5:00 p. m. todos los días en la agricultura, luego tomaba un distintivo de empleado con el logotipo de Perdue y se iba en un carro compartido con sus hermanos al matadero. Dejó de ir a la escuela en México varios años antes, y la idea de matricularse en octavo curso le parecía una pérdida de tiempo teniendo en cuenta el dinero que podía ganar.
En una noche de esta primavera, Emilio cruzó el estacionamiento justo antes de que empezara el turno, agarrando su voluminoso uniforme verde bajo el brazo y medio corriendo para seguir el ritmo de su hermano mayor. Algunos trabajadores menores de edad eran asignados al matadero, mientras que otros pasaban el turno en escaleras limpiando piezas altas de maquinaria. Emilio estaba asignado a una de las cadenas de montaje, como Marcos.
La rutina era la misma cada noche. Él y sus hermanos utilizaban mangueras a presión, que les golpeaban los hombros y el pecho, para limpiar la sangre y los restos de carne. La mayoría de los trabajadores usaban tapones en los oídos para disminuir el ruido de las mangueras y las máquinas. El agua hirviendo creaba oleadas de vapor y, al cabo de una hora, los hermanos quedaban empapados de escorrentía y mugre de pollo. Junto con un compañero, Emilio encendía la cinta transportadora y la cubría de una espesa espuma química que hacía que le dolieran los pulmones. Luego paraba la línea y la fregaba centímetro a centímetro, usando una linterna para comprobar las esquinas y las partes inferiores.
Las quemaduras químicas pueden ser difíciles de evitar. Un adolescente que tenía una roncha en la nariz explicó que se había quemado la noche anterior aparentemente de la nada; quizá el producto químico había goteado del techo. Lo peor del trabajo era el ácido de acabado que se utilizaba los viernes. Otro chico que les cortaba el pelo a los tres hermanos en un cobertizo detrás de su remolque en Dreamland les advirtió sobre eso. Él también había empezado a trabajar en la planta a los 14 años, cuando su patrocinador se mudó del estado y tuvo que pagar el alquiler solo. Les explicó que aquel ácido te hace toser todo el fin de semana, pero que el lunes ya estarían bien.
Luego de que se limpian las máquinas, un inspector del Departamento de Agricultura de EE.UU. (USDA, por su sigla en inglés) las revisa. Alrededor de una decena de estos inspectores trabajan en cada planta. Durante el día, observan cómo pasan las carcasas por las líneas de producción y, al terminar el turno de noche, se aseguran de que todo esté bien desinfectado. Los tres hermanos solían abandonar la zona o mirar al suelo cuando se acercaban los inspectores; parecían relacionados con las fuerzas del orden.
Una inspectora del USDA llamada Maria Escalante trabajó en el turno de limpieza de Perdue como adulta en la década de 1990, cuando se instaló en Virginia. Había llegado de Guatemala y obtuvo el estatus legal en virtud de un programa de amnistía. Por aquel entonces, los limpiadores eran contratados directamente por la empresa y ganaban más de 25 dólares la hora en dólares de hoy. Veía a los inspectores paseando con sus pulcras batas blancas con el logotipo del USDA y admiraba su aire de autoridad. El trabajo no requería título universitario, así que estudió inglés y aprobó un examen escrito tras varios intentos. Ahora lleva 18 años como inspectora y gana 28 dólares la hora. Se fija en jóvenes como Emilio, pero ha decidido no denunciarlos porque su trabajo consiste en velar para que se cumplan las leyes de seguridad alimentaria del país, no las laborales.
A ella, dijo, no le correspondía decir algo y los chicos no tienen a nadie en Estados Unidos y tienen que trabajar para, al menos, pagar el alquiler. Escalante contó que ve a esos chicos, de 13 o 14 años, y se siente mal por ellos.
Escalante se dio cuenta de que los chicos trabajadores a menudo parecían confundirse con los protocolos de seguridad. Cuando se enteró de la lesión de Marcos, supuso que eso era lo que había ocurrido. “Estos niños siempre cometen errores y se lastiman”, dijo.
Después del trabajo, busca a los jóvenes heridos e intenta ayudarlos. Este año pasó varias semanas tratando de localizar a un adolescente que, según le habían dicho, se había caído de una escalera en Tyson y se había roto una pierna. “Pero es difícil porque trabajan con otros nombres”, dijo.
A medida que ha crecido el número de niños inmigrantes que trabajan en los mataderos estadounidenses, los adultos han tenido que intervenir ocasionalmente. El año pasado, una niña guatemalteca que trabajaba para Packers Sanitation se presentó en su escuela en Nebraska con quemaduras de ácido en las manos y las rodillas, y los administradores llamaron a la policía. El Departamento de Trabajo inició una investigación sobre la empresa que duró meses y descubrió que más de 100 chicos, algunos de tan solo 13 años, trabajaban en ocho estados, incluidas plantas gestionadas por Tyson. El gobierno multó a la empresa de limpieza con 1,5 millones de dólares, pero las marcas que se beneficiaban del trabajo de los niños no sufrieron ninguna consecuencia.
En Perdue, algunas mujeres se dieron cuenta de que Emilio y sus hermanos se sentaban callados uno al lado del otro en los descansos y empezaron a llamarlos “los hermanos tristes”. Angelica Gonzalez, que trabajaba en el turno de noche y tenía sus propios hijos, a menudo charlaba con ellos. A veces les compraba ropa de Walmart o les ofrecía las prendas de segunda mano de su esposo. No sabía cómo podían soportar estar tan lejos de sus padres y trabajar tan duro. Se los había preguntado y solo le respondían que tenían que hacerlo.
Otros trabajadores criticaban a los padres de los jóvenes porque solo los mandaban a ganar dinero. Arelis Perez, que vive en Dreamland con sus dos hijas pequeñas, se dio cuenta hace poco de que una alumna de noveno grado que vivía cerca de la entrada del parque se había unido al equipo de limpieza. Le preocupó lo angustiada que parecía la niña durante sus primeras semanas en el turno. Dijo que nunca querría que sus hijas trabajaran en algo así.
Una mañana de mayo, Marcos fue el primero en sentarse en la sección de nuevos alumnos de la escuela secundaria Arcadia. Su clase estaba en un pasillo trasero decorado con banderas internacionales como parte de un programa para los jóvenes inmigrantes que el distrito inició hace varios años. A punto de terminar el noveno grado, intentaba acostumbrarse a su vida como estudiante a tiempo completo. Había hecho un dibujo sonriente de sí mismo en la pizarra blanca de la parte delantera de la clase y había escrito, en inglés: “The best student is Marcos” (Marcos es el mejor alumno). Su profesora de inglés, Sandra Ellenberger, decidió dejarlo allí durante toda la semana.
La escuela había dividido a los alumnos inmigrantes de noveno grado en dos cohortes. La clase de Ellenberger estaba llena de alumnos que los profesores pensaban que podrían llegar a graduarse. Pocos de ellos trabajaban y la mayoría vivía con sus padres. La otra clase era más numerosa, y el 90 por ciento de los alumnos dejaban de asistir a la escuela. Marcos había sido ubicado en la clase más pequeña.
“Happy Cinco de Mayo”, dijo Ellenberger cuando entraron los alumnos. Había puesto música de mariachi para la ocasión. Como la mayoría de los profesores del programa, no hablaba mucho español, pero buscaba maneras de mostrarles a los chicos que respetaba sus culturas. Había decorado su aula con recortes de periódicos locales sobre el equipo de fútbol de la escuela, compuesto por tantos alumnos nuevos que los anuncios de los partidos se hacen en español. En un armario reconvertido puso un puf para que los alumnos que trabajaban en turnos de noche pudieran descansar antes de que sonara el timbre.
Ellenberger repartió un cuestionario y Marcos empezó a responder a las preguntas asintiendo con la cabeza al ritmo de la música. Cuando un chico sentado a su lado se atascó en la conjugación de un verbo, le explicó la regla, murmurando que no se preocupara, que era complicado.
Ellenberger se pasó el año pasado preguntándose si debería hacer algo más para proteger a sus alumnos trabajadores. Ella es de una ciudad universitaria donde el trabajo más duro que puede encontrar un chico es ser mesero. Cuando les contó a sus padres sobre la lesión de Marcos, no podían entender cómo se permitía la presencia de niños en los mataderos. “Se horrorizaron, pero les expliqué que aquí es normal”, dijo. La ley obliga a los maestros a denunciar las lesiones derivadas de malos tratos o negligencia, pero no los accidentes relacionados con infracciones laborales. En Accomack, los docentes dudaban sobre hacer informes que pudieran poner en mayor peligro a los chicos que sabían que necesitaban trabajar.
En ocasiones, los alumnos mostraban a los profesores sus quemaduras de ácido o les confesaban que eran alérgicos a las sustancias de limpieza. Algunos de los alumnos de noveno grado tenían lo que parecía una tos de fumador; una había estado tosiendo tanto que los profesores hablaron con quien lo patrocinaba, quien dijo que la lejía le había quemado los pulmones.
Recientemente, Ellenberger dijo a un consejero escolar que uno de sus alumnos de noveno parecía estar teniendo dificultades con la presión del turno de noche. Dos estudiantes inmigrantes acababan de suicidarse. Esperaba que alguien convenciera al patrocinador del chico para que le dejara parar de trabajar. En vez de eso, el consejero lo ayudó a encontrar un carro compartido desde Perdue hasta la escuela, para que llegara a tiempo. Ellenberger pensaba ahora que había sido ingenua al esperar más.
En la clase de inglés de al lado, más numerosa, los alumnos fueron entrando poco a poco durante toda la mañana. Su profesora, Claire Applegate, entraba a menudo en un aula casi vacía. Calculaba que 16 de sus 19 alumnos trabajaban, algunos de los cuales se llevaban a casa casi tanto dinero como ella. Cada otoño, hacía listas de sus horarios de trabajo para guardarlas en su escritorio: una nota adhesiva amarilla con la etiqueta “Perdue” y otra azul con la etiqueta “Tyson”.
Dos chicas que vivían en Dreamland llegaron 45 minutos tarde, con los ojos enrojecidos por los productos químicos de limpieza. Applegate les dio la bienvenida y siguió dando clase mientras ellas se quedaban dormidas en sus pupitres.
Los maestros estaban acostumbrados al hecho de ver estudiantes durmiendo afuera del edificio a primera hora de la mañana en automóviles que conducían sin licencia de manejo tras salir del turno de noche. Pero nadie recordaba un alumno tan gravemente herido como Marcos, y les preocupaba quién podría ser el siguiente. A veces, Applegate escuchaba el escáner de la policía por la noche y se preguntaba si las emergencias involucraban a sus alumnos. Una vez, los bomberos acudieron a una llamada en la que un trabajador de saneamiento de Perdue fue izado a seis metros de altura por una cinta transportadora. Tuvieron que sacarlo de la fábrica con una pieza de la maquinaria pegada al cuerpo.
Muchos de los alumnos de Applegate tenían pocos años de educación. Algunos no sabían que un globo terráqueo representaba la forma del mundo. Otros nunca habían aprendido a sujetar un lápiz, ni a interpretar la hora en un reloj, ni a leer. Últimamente, sin embargo, no estaba segura de si ir a la escuela era lógico para los jóvenes trabajadores que probablemente no se graduarían. Si no iban a clase, al menos podían cambiar al turno de día y dormir bien.
“Es un dilema moral, porque no es lo mejor para ellos”, dijo. “No van a reducir sus horas, y la privación de sueño es una de las peores cosas que le puedes hacer a tu cuerpo. Me pregunto si deberían estar aquí porque realmente no necesitan saber geografía o trigonometría”.
Los adolescentes nacidos aquí solían evitar relacionarse con los recién llegados, pero Marcos estaba orgulloso de poder seguir el ritmo de las clases regulares. Sin embargo, a pesar de su éxito escolar, su familia se deslizaba cada vez más hacia el desastre. Su madre se había enfermado y necesitaba una operación, pero no encontraba un hospital que la operara sin que pagaran antes. La deuda de 6000 dólares pesaba sobre sus padres y los intereses se acumulaban. La madre de Marcos le contó que se estaban comiendo los pollos y los pavos y que a veces vendían los animales más grandes para volver a tener luz. Marco dijo que su familia hace todo lo que se les ocurre, pero que es imposible porque no pueden trabajar.
Después del colegio, volvió al remolque donde ahora vivían nueve personas. Una tía había llegado de Guatemala un mes antes con su hija de 15 años, Antonieta. Su tía había planeado trabajar mientras Antonieta iba a la escuela, pero sufrieron una serie de contratiempos en su viaje. Unos secuestradores las retuvieron como rehenes en México y las obligaron a pedir prestado a sus familiares para comprar su libertad. Las devolvieron en la frontera y decidieron cruzar por el desierto, pero su tía se cayó del muro fronterizo, destrozándose una pierna y acumulando una deuda de 107.000 dólares con un hospital de El Paso. Ahora dormía en la cocina y utilizaba un andador, y en vez de matricularse en noveno grado, Antonieta buscaba trabajo.
Cuando Marcos entró en la cocina, su tía estaba sumida en la preocupación. Le dijo que no sabía cómo iban a salir de esta. Marcos asintió con la cabeza, se dirigió a su habitación y cerró la puerta. Abrió una aplicación de tarjetas didácticas en su teléfono y empezó a emparejar palabras de vocabulario con imágenes. Cuanto antes aprendiera inglés, antes volvería a ser útil. Tal vez podría conseguir un trabajo en un restaurante de comida rápida de la autopista. Hasta entonces, no podía hacer mucho para ayudar a alguien.
Los sábados, gran parte del pueblo acude a una pequeña tienda repleta de comestibles especializados, medicamentos con etiquetas en español y piñatas para retirar sus sueldos y enviar remesas a casa.
La tienda es algo más que un lugar donde enviar dinero. Mary Enamorado, la mujer de la caja registradora, actúa como trabajadora social informal y defensora de los inmigrantes. Esta parte de la Costa Este tiene pocas organizaciones sin fines de lucro, carece de abogados de inmigración gratuitos y de organizaciones comunitarias de habla hispana, aparte de las iglesias. Enamorado ayuda a los adultos a realizar los trámites para patrocinar a menores, acoge a los chicos cuando llegan y les da consejos.
A una de sus primeras clientes del día, una alumna de la clase de Applegate le preguntó si ya estaba trabajando.
Enamorado había ayudado al hermano de la alumna de noveno grado para hacer el trámite de solicitud con el fin de ser su patrocinador. Ahora se había dado cuenta de que la chica tenía la tarjeta blanca de débito que utilizan las empresas de limpieza para pagar. Las compañías depositaban el sueldo de una semana cada viernes, y los trabajadores solían retirarlo todo en efectivo al día siguiente. La chica le dijo a Enamorado con orgullo que había conseguido un trabajo.
Enamorado simpatizaba con los jóvenes que trabajaban de noche, pero pensaba que sus patrocinadores se parecían a los traficantes. Ella misma se había incorporado al turno de limpieza cuando llegó a Virginia procedente de Honduras con poco más de 20 años y sabía lo peligroso que podía ser. Lo que oyó del caso de Marcos la indignó especialmente. Le parecía horrible hacer que un niño de 13 años vaya a trabajar así.
El hijo de Enamorado jugaba en el equipo de fútbol con muchos de los niños trabajadores. El capitán que este año llevó al equipo a cuartos de final en el campeonato estatal llegó a Estados Unidos por su cuenta con 12 años y empezó a trabajar inmediatamente para pagar el alquiler de su patrocinador. Compaginaba el equipo de fútbol con los turnos en Perdue, llegaba a casa a las 10 de la noche después de los partidos de visitantes, dormía un par de horas y luego se iba a la planta. Ahora estaba a unas semanas de graduarse, era uno de los pocos de su cohorte de estudiantes de inglés que había logrado terminar la secundaria. Enamorado dijo que todos debían estar orgullosos de él. Ella animaba a los jóvenes inmigrantes que habían abandonado la escuela a tomar clases en el instituto de enseñanza superior local para prepararse para la prueba de desarrollo educativo general (GED, por su sigla en inglés), que equivale a un diploma de bachillerato. En cambio, la mayoría soñaba con alistarse en el ejército.
Otra chica entró con una tarjeta blanca de nómina. Había terminado el turno de limpieza de Tyson unas horas antes y aún le dolía la cabeza por los productos químicos que había usado en la noche. Enamorado contó 500 dólares y le hizo un descuento en una bolsa de paletas heladas. Le dijo que se cuidara.
Cuando la chica salió, Enamorado negó con la cabeza. Había tratado de animar al patrocinador de la niña para que la matriculara en la escuela, pero no sería fácil: tenían una deuda de 14.000 dólares por pagar.
Técnicamente, los menores de edad no pueden enviar transferencias bancarias, y Enamorado debía comprobar sus documentos de identidad. Pero cuando intentó hacer cumplir la norma, los clientes se quejaron. Todos tienen papeles falsos, dijo Enamorado.
En la tarde, la tienda se llenó de gente. Un chico con un incipiente bigote sacó sus 500 dólares y compró una botella de vino sin alcohol. Un adolescente que había abandonado recientemente el décimo grado para poder cambiarse al turno de día le envió 150 dólares a su madre. Entró otro chico, un joven delgado de 15 años que había jugado en el equipo de fútbol con el hijo de Enamorado, pero que se retiró después de las vacaciones de primavera para trabajar en Perdue durante el día. Era demasiado bajito para apoyar los codos en el mostrador. Mientras pasaba la tarjeta de la nómina, Enamorado le preguntó si su tío no lo dejaba ir a la escuela.
El chico respondió, de forma vaga, que no lo dejaban.
Ella preguntó quién, exactamente, no lo dejaba.
El chico no contestó. A veces le daban ganas de interrogar a los niños que entraban con tarjetas de nómina, pero también sabía que eso sería malo para el negocio. Había otra tienda con lector de tarjetas unos kilómetros más arriba. Le entregó al joven 500 dólares y luego lo ayudó a enviarle dinero a su madre. Se despidió diciéndole que en el equipo de fútbol lo extrañaban.
Una semana más tarde, Enamorado estaba de nuevo detrás del mostrador para el ajetreo del sábado. La alumna de Applegate volvió con su hermano. Mientras la chica utilizaba el lector de tarjetas, ella y su hermano le explicaron que sería su último día de pago durante un tiempo. Dijo que el supervisor del turno de limpieza la había llamado a su despacho y le había dicho que había hecho un buen trabajo, pero que ya no se admitían menores en la planta.
Enamorado contó 500 dólares y le dijo a la chica que con un poco de suerte encontraría un nuevo trabajo en poco tiempo. Pero ella sabía que en Accomack había pocos empleos fuera de la industria avícola.
Empecé a visitar Parksley en el verano de 2022 como parte de una reportería que he estado haciendo sobre el trabajo infantil migrante durante el último año y medio. Cuando se publicó el primero de estos artículos, el gobierno de Biden respondióintensificando la represión del trabajo infantil. Cada vez que regresaba a Parksley, me preguntaba si encontraría chicos que habían sido despedidos de las plantas de Perdue y Tyson. Pensé que los inspectores de trabajo harían auditorías en las plantas. Pero la península siguió guardando su secreto.
Eso cambió en mayo, después de que Perdue se enteró de que yo estaba reporteando sobre la planta durante uno de mis viajes a Parksley. La empresa envió un aviso de que yo estaba investigando sus operaciones. Pronto, los mataderos de todo el país empezaron a repartir folletos con mi fotografía.
En Accomack, el encargado auxiliar del turno de limpieza en la noche, Cobo, reunió a 150 trabajadores de saneamiento para una reunión a medianoche en Perdue. Estaban sentados sudando en sus uniformes de goma mientras él les decía que los menores de edad ya no eran bienvenidos. Algunos chicos se enfadaron y dijeron que necesitaban los trabajos para sobrevivir. Otros se tomaron la noticia con calma, pero luego apelaron en privado a los supervisores. Cobo recordó que lo miraban con lágrimas en los ojos. Después, Fayette, la empresa de saneamiento, envió a un inspector para que analizara a los trabajadores que quedaban y se asegurara de que ninguno era menor de edad.
Los supervisores del turno de limpieza de la planta de Tyson avisaron a su oficina corporativa que una reportera pasaba mucho tiempo en la ciudad. En junio, todos los jóvenes con los que había estado hablando se habían quedado sin trabajo. Emilio fue despedido junto con sus dos hermanos, y su trabajo en la agricultura se convirtió en la única fuente de ingresos de la familia. Sus hermanos mayores se pasaban el día lamentándose por lo ocurrido en la fábrica. Uno de ellos dijo que habían ganado mucho dinero con su trabajo y luego los habían echado como si fueran basura.
Después de los despidos, los profesores de la escuela secundaria Arcadia se dieron cuenta de que algunos alumnos de noveno llegaban a clase con puntualidad. Tenían los ojos menos enrojecidos y parecían más animados, se reían con sus amigos y gritaban las respuestas.
Al final del año escolar, Marcos fue el único alumno de noveno grado del programa para nuevos alumnos que logró aprobar un examen estandarizado estatal en su primer intento. Pero Ellenberger, su profesora, vio que estaba atribulado. Seguía llenando sus cuadernos de inglés con referencias a su casa. Un ejercicio preguntaba por el trabajo de sus sueños. “Ayudar a mi familia”, escribió. Otro le preguntaba qué lo hacía feliz. “Mis padres”.
Empezaba a aceptar que probablemente nunca volvería a usar mangas cortas. En su última revisión, los doctores le explicaron que su brazo había cicatrizado mal y que necesitaría al menos tres operaciones más. Marcos lloró por primera vez en la consulta. Había pensado que le iban a decir que ya estaba bien. Pero, dice, se dio cuenta de que quizás nunca sanaría. Fayette sigue cubriendo su atención médica, pero necesitaba ir a Baltimore para las operaciones y no había encontrado a nadie que lo llevara hasta allí.
Los trabajadores dijeron que el equipo de limpieza de Perdue tuvo dificultades durante el verano. Los supervisores dijeron al personal restante que todos tendrían que limpiar más áreas hasta que pudieran encontrar más trabajadores. Con el tiempo, los adultos volvieron a ver caras jóvenes. Algunos compañeros de Marcos volvieron a ser contratados. Un adolescente que ya no podía trabajar en Tyson logró cambiar al turno de limpieza de Perdue con unos papeles falsos.
Hacia el final del verano, Marcos, que ahora tiene 15 años, también pudo encontrar algo. Era un trabajo que hasta los migrantes más desesperados rehuían: rebuscar en los almacenes industriales de pollos y sacar las aves muertas. Todos los días atravesaba entradas con el letrero “Granja familiar Perdue”, se ponía dos mascarillas para protegerse del abrumador olor a amoniaco y se metía entre miles de pollos hacinados en gallineros sin ventanas. Su tarea consistía en buscar cuidadosamente cadáveres en el suelo, entre capas de excrementos, mientras las aves picoteaban frenéticamente sus manos y pies. Empezaba a las cinco de la mañana y retiraba entre 100 y 150 aves muertas en cada turno de 12 horas. Contó que hay algunos pollos muertos que están tan podridos que explotan.
Los gallineros pagaban menos que el personal de saneamiento, pero aun así pudo enviar 100 dólares a casa de sus padres al cabo de unas semanas.
Cuando volvieron a empezar las clases, su prima Antonieta, de 15 años, no se planteó matricularse, pero Marcos redujo su turno a solo cuatro horas por la tarde y volvió para cursar el décimo grado. Si aprendía inglés, podría conseguir un trabajo mejor pagado fuera de la industria avícola. Sus profesores se alegraron de verlo y en broma se quejaron de cuánto había crecido. Pero cuando la escuela estaba en marcha, Marcos se sintió dividido. El horario reducido significaba que la mayoría de los días solo ganaba 20 dólares, y ya no tenía tiempo para estudiar cuando llegaba a casa. Esperaba, optimista, que este año no le mandaran tantas tareas en la escuela. Y si era así, creía que podría hacerlas todas en el bus. Si abandonaba los estudios y trabajaba a tiempo completo, podría saldar la deuda de su familia en un año.
Una tarde de septiembre, bajó a toda prisa del bus escolar y regresó a su remolque para prepararse para su turno. Tiró la mochila a un rincón; no empezaría con sus tareas pendientes hasta la mañana siguiente.
Antonia estaba en Perdue, así que Marcos compartió auto con otro trabajador del gallinero. El hombre tocó la bocina al llegar y salieron de Dreamland, manejando despacio para evitar los baches. Pasaron junto a las chaquetas verdes en los tendederos. Pasaron junto a una chica con un cachorro que había abandonado los estudios después de octavo año para trabajar en Tyson. Pasaron por delante de la casa del encargado auxiliar, con su nuevo porche de madera, y luego por delante del cobertizo donde los chicos inmigrantes hacían fila para cortarse el pelo.
Marcos no volvería hasta el anochecer. Por lo general, llegaba a casa a eso de las 8 p. m., pero se quedaba más tiempo en los gallineros si había más aves muertas que encontrar. Había sido un día sofocante, lo que significaba más cadáveres y, esperaba, más trabajo.
Seamus Hughes, Eli Murray y Julie Tate colaboraron con investigación.
Meridith Kohut es una fotoperiodista que ganó un premio Courage in Journalism por su década de trabajo documentando crisis humanitarias internacionales para el Times. Fue finalista del Premio Pulitzer 2018 de fotografía de reportaje
Hannah Dreier es una periodista ganadora del Premio Pulitzer que forma parte del equipo de investigaciones. Puedes contactarla en hannah.dreier@nytimes.com. Más de Hannah Dreier
Fuente: The New York Times
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